martes, 31 de marzo de 2015

Besame Mucho, Jao Gilberto & Caetano Veloso

Besame Mucho, Jao Gilberto y Caetano Veloso
Frené en seco. Estaba ahí, obstruida por la composición del fragmento adecuado. Constituida por inicios de consecuencias puramente mías. Lagrimas pesadas que caen como llovizna de otoño, pegándose por la humedad acaudalada en cada poro, convirtiendo en realidad el momento sofocado. ¿Cómo volver?. Él, quieto e inestable en el rincón, sosteniendo sus puños en el estomago forzando la necedad del encuentro que concluye en nuestras mentes.
Me miró. No quedaba nada más que esa mirada, el silencio se había convertido en lo absorto hacía horas. Ninguna puerta se cerraba, ningún cubierto era movido, no había viento ni vecinos; silencio.
Prendió un cigarrillo y dio algunas pitadas rápidas, como acostumbrado a la rutina del cigarrillo nervioso. No contesté. Podría hablar, pero ¿para qué? No había frase que limitara su dolor, así que decidí no hablar. Volvió a mirarme, recordó mi presencia y me dirigió la mirada. Lo miré, esta vez en serio, lo miré intentando pasarle todo el revuelto mental. Lo miré, como jugando a la telepatía, entrecerrando los ojos y haciendo fuerza con el ceño, esperando que mis ideas se hicieran físicas en un montón de humo de color y viajaran hacia su posición, entraran en su cabeza y sus ojos se limpiaran de odio. Pero no pasó, sus ojos seguían llenos de agua. El agua no lavaba, hundía las sensaciones más profundas todavía, sin darme posibilidad de quitarlas.
El tiempo nos pasó y los rencores quedaron tapados en lo incondicional del amor fraternal. Él sabe, y yo sé, algún día ya no vamos a estar y ya nadie nos va amar como nos amamos nosotros, con la obligación del amor impuesto que no hace que sea menor o menos divino. Por que es el amor del cuidado y de la compasión, en comparación al amor que nos falta, aquel que nos quitan, que es el amor del deseo. Aquel que no podemos alcanzar, por necedad o por costumbre, ese que hace que nos sintamos diminutos e insignificantes, el que no necesita palabras reales, solo necesidad.

lunes, 30 de marzo de 2015

Julio Numhauser y Mercedes Sosa, Todo cambia

De todas las manifestaciones hormonales, físicas, psicológicas, espirituales de las que es
Todo Cambia, Mercedes Sosa
capaz el ser humano, el llanto fue siempre la que capturó con mayor fuerza mi atención. Estamos atravesados por el llanto, o por la ausencia de él. Nacemos llorando, vivimos en un valle de lágrimas, sangre-sudor-y-lágrimas, bla bla bla. Parámetro de felicidad, dolor o tristeza por igual, llorar es la medida de todas las cosas. Recordamos el último llanto, mas no el primero, cosa rara che. 

Pero todo esto no es para hacer una genealogía del llanto, ni para dar instrucciones para llorar. Pongámonos serios.

Son las once de la noche en una peña salteña. O quizás las doce. O quizás la una. El boliche explota de gente, gente que busca hacer catarsis con el vino y la zamba. Yo tengo ocho años y pienso precozmente en la irresponsabilidad de mis padres de meterme en un antro así. Irresponsabilidad que hoy agradezco enormemente. Recuerdo las risas, los cantos que provienen de arriba y abajo de un escenario improvisado, y se confunden, desentonando de una forma hermosa.

Cada zamba es como un mundo, cada mundo es como una de esas zambas. Soy muy chico para darme cuenta de esto. En ese momento también lo era.

Vuelan puteadas, risas y empanadas ya frías. El ambiente contagia y envuelve, aunque uno no lo quiera. De repente, silencio. Cual película barata yanqui, todos miran hacia el fondo. Con mi metro y monedas, llego a ver una figura, una sombra, una idea. Todos le abren el paso, lo miran con respeto y miedo. Era Él. 

Con el tiempo, la mala memoria y la imaginación, tendemos a idealizar las cosas, pero no miento cuando digo que medía cerca de tres metros y pesaba alrededor de quinientos kilos. Negro como la noche y feo como un lunes, caminaba en cámara lenta y cada paso que daba era como un escopetazo. Tenía más cicatrices que cara y respiraba como un auto que necesitaba urgente un cambio de aceite. Le arrancó la guitarra de un tirón a un viejito que por poco suplicó por su vida. Recuerdo pensar con mi mente infantil "éste nos mata a guitarrazos a todos".

Se sentó en una silla que pareció emitir un grito de ayuda. Nos miró a todos con cara de malos vecinos y empezó a tocar.

Como todos suponen a esta altura, su voz era angelical. De una entonación y dulzura excelsas, pero cargado de sentimiento y expresión. Cantaba como si fuera la última vez que iba a cantar, y quizás, pienso hoy, lo era. La canción era "Todo cambia", una melodía popular escrita por un chileno que Mercedes Sosa inmortalizó. La letra, melancólica y cargada de sabiduría, invadió el lugar. Ya nadie reía. Nadie quería reír. Todos miraban a ese gigante que decía temblando (pero a tono) "cambia lo superficial, cambia también lo profundo". 

Terminó la canción. Se calló la guitarra, y se cayó el mundo. El silencio era insoportable. Yo miraba para todos lados, las caras, todas apuntaban al gigante. Lo miré y noté algo raro. Había algo que no cuadraba en toda esa escena, un error, un punto flojo.

El gigante lloraba. Desconsoladamente lloraba. Hoy pienso que en ese momento estuve cara a cara frente a la sabiduría, el amor, la esencia humana, todo junto. Obviamente era un nene de ocho años, y lo único que veía era un ridículo enorme llorando.

Si existe una canción, si existe un tema que unifica la verdad irreductible del universo, es ésa. Todo cambia, siempre cambió, y siempre cambiará. Cambia el semblante de un gigante cuando se encuentra con la música, cambia el aire con una zamba, cambia una noche con el vino y cambia una vida con un llanto.

El gigante se secó las lágrimas como pudo. Se bajó lentamente del escenario. Miró la guitarra y miró al viejo al que se la había arrebatado. Se la devolvió con mucha dulzura mientras le decía "¿se da cuenta lo que tengo que hacer para que me tengan respeto?". 

Porque todo cambia, menos el amor por aquellas pequeñas cosas que hablan de nosotros, que narran lo que somos y lo que nunca fuimos. Pero cambia la forma en la que nos narramos, cambia las palabras que nos conforman. Cambia mi recuerdo de esa noche, que por el vino y las zambas, ya voy olvidando.

martes, 3 de marzo de 2015

Sigur Ros, Gobbledigook

 Sigur Ros - Gobbledigook
Sigur Ros,  Gobbledigook
Gobbledigook, me dijo ella. El vaho que se escapaba entre sus dientes le daban al invierno otro sentido. A la tarde lo busqué: el ritmo salvaje de unos tambores y gente corriendo desnuda por un bosque; quizás la expresión de libertad corporal y una explosión de sensualidad nunca antes vista confluyeron en aquella cadena de significantes rebeldes que sonaban de manera hipnótica en mis oidos, aquella voz en un idioma desconocido, lo verde sensorial de un HD embrionario en aquellos años dejaron una huella, una herida de anécdotas y un sinfín de perfumes que recorren la memoria emotiva. Música islandesa y pendejas divinas, de eso me aferraba mientras el último agosto de mi adolescencia se deshilachaba por decreto divino. Mujeres fuertes, mujeres niñas, mujeres con aquel gusto a vida, y aquel gusto a muerte; impulsadas por esa sed que las hace corretear desnudas en el bosque frondoso donde todos vamos a llorar. Mujeres con mascotas, con mates de madera y ojos brillantes, idealistas, que señalan sin dudar el colchón prestado en el piso de la habitación. Que dulce sensación la de estrellar esas máquinas de escribir contra esos escotes y el papel cubierto de tinta y pensamientos pasados de moda. Por eso te recuerdo ahora, volviendo a escuchar aquellos temas que compartiste conmigo y mucho más; por esas noches de absurdo dadaísta con las que soñabas y nunca me atreví a compartir en su totalidad. Quien sabe cuanto tiempo pasará mujer, pendeja divina, amiga, preciosa; en donde me mires como antaño y en el fondo de tus ojos encuentre, como bien dijiste un día, esa parte tuya que me corresponde.