Múm, Finally we are no one |
Estoy en el trabajo y las horas no pasan. Es Viernes y la densidad de las ideas de lo que podría venir este fin de semana no me permite acoplar nada más. Me compro un chocolate y espero inquieta frente al monitor, repitiéndome internamente estrategias para que no se note que en realidad no quiero hacer nada, que los minutos pasan lentos, que afuera me espera una vida prometedora de amigos, cerveza y sol. El primer tema del disco comenzó a sonar, mi corazón estalla en millones de pedazos diminutos que se estrellan contra los recovecos de la oficina. Los instrumentos se identifican, uno a uno forman fila en sus escalas, las paredes se sienten lejanas, cada vez más distantes de mi cuerpo y de golpe lo noto; esto no es esto, esto es allá; estoy allá otra vez.
Tenía nueve años cuando me creí enamorada por primera vez de un ser humano de carne y hueso. El vivía en el allá y yo vivía en mi casa. Mi corazón tenía que pasar once meses sufriendo de dolor por la distancia. Mi diario se llenaba de renglones contando mi desgracia, y varias veces me habían encontrado llorando en el baño desconsoladamente por no poder compartir mi vida, mi pequeñísima vida con él. El frío pasó, llegó el verano y con ello el inminente reencuentro con el ser amado, con el ser que era amado en el anonimato de mi mente de nueve años. El campo logra eso; la belleza de la calma. Los días pasaban despacio, la gente siempre reía, los adultos bebían y contaban chistes y los chicos corríamos de acá para allá, gustábamos de otros chicos, nos molestábamos entre nosotros y se armaban grupos. Mis tardes se debatían entre la familia y las caminatas entre los cerros, espiando de tanto en tanto a este ser que monopolizaba todos mis pensamientos. Tenía la suerte de poder pasar cada tanto una tarde con él mientras me llevaba a caballo de un lado al otro del pueblo. No hablábamos, por que el enunciaba muy bajita sus palabras y por que yo no necesitaba hablarle. Entrelazaba mis manos entre su cintura con la excusa de no caerme y pateaba al caballo para que tomara velocidad, y así podía sentir el viento pegándome en la cara. Eso era el amor para mi, a mis nueve años. El viento en la cara y el calor humano. El silencio.
Eso duró mi amor; once meses de dolor y una semana de puro jolgorio, hasta que pasó. Era de noche y nos quedaba poco tiempo en el paraíso. Él hacía pan en el horno de barro y yo me recostaba sobre la piedra, paralizada de terror ante su presencia tan intima. Él, yo, y el fuego. O el fuego él y yo. O el fuego y ambos, también. Nuestras caras estaban cubiertas por el olor a masa cocinándose, y todo alrededor se teñía de rojo por la cercanía a las brasas. Él iba y venía en la oscuridad circundante de los alrededores, y yo permanecía ahí, mirando el fuego. "¿Querés ser mi novia?" escuche desde la oscuridad. Levanté la mirada y su cara apreció pegada a la mía. "Si" dije, decidida, por que eso era lo que quería. Por eso había llorado tanto tiempo. Él, yo y el allá. "Dame un beso, los novios se dan besos". Su cara ya no permanecía en la oscuridad, sino sobre mi cara. La intimidad no era eso, no era esa cercanía apabullante. La intimidad era la libertad del viento pegándote en la cara y el clamor de la contención de mis brazos sobre su estomago. La velocidad y el silencio. Cuando empieza la primera canción de este disco me sentí así; libre e íntima. El proceso se vuelve nostálgico e inocente. Al terminar, yo tengo un recuerdo hermoso y un nuevo disco favorito. Y sigue siendo un Viernes con final prometedor.