Sigur Ros, Gobbledigook |
Gobbledigook, me dijo ella. El vaho que se escapaba entre sus dientes le daban al invierno otro sentido. A la tarde lo busqué: el ritmo salvaje de unos tambores y gente corriendo desnuda por un bosque; quizás la expresión de libertad corporal y una explosión de sensualidad nunca antes vista confluyeron en aquella cadena de significantes rebeldes que sonaban de manera hipnótica en mis oidos, aquella voz en un idioma desconocido, lo verde sensorial de un HD embrionario en aquellos años dejaron una huella, una herida de anécdotas y un sinfín de perfumes que recorren la memoria emotiva. Música islandesa y pendejas divinas, de eso me aferraba mientras el último agosto de mi adolescencia se deshilachaba por decreto divino. Mujeres fuertes, mujeres niñas, mujeres con aquel gusto a vida, y aquel gusto a muerte; impulsadas por esa sed que las hace corretear desnudas en el bosque frondoso donde todos vamos a llorar. Mujeres con mascotas, con mates de madera y ojos brillantes, idealistas, que señalan sin dudar el colchón prestado en el piso de la habitación. Que dulce sensación la de estrellar esas máquinas de escribir contra esos escotes y el papel cubierto de tinta y pensamientos pasados de moda. Por eso te recuerdo ahora, volviendo a escuchar aquellos temas que compartiste conmigo y mucho más; por esas noches de absurdo dadaísta con las que soñabas y nunca me atreví a compartir en su totalidad. Quien sabe cuanto tiempo pasará mujer, pendeja divina, amiga, preciosa; en donde me mires como antaño y en el fondo de tus ojos encuentre, como bien dijiste un día, esa parte tuya que me corresponde.
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