De todas las
manifestaciones hormonales, físicas, psicológicas, espirituales de las que es
capaz el ser
humano, el llanto fue siempre la que capturó con mayor fuerza mi atención.
Estamos atravesados por el llanto, o por la ausencia de él. Nacemos llorando,
vivimos en un valle de lágrimas, sangre-sudor-y-lágrimas, bla bla bla.
Parámetro de felicidad, dolor o tristeza por igual, llorar es la medida de
todas las cosas. Recordamos el último llanto, mas no el primero, cosa rara che.
Pero todo esto no es para hacer una genealogía
del llanto, ni para dar instrucciones para llorar. Pongámonos serios.
Son las once de la noche en una peña salteña.
O quizás las doce. O quizás la una. El boliche explota de gente, gente que
busca hacer catarsis con el vino y la zamba. Yo tengo ocho años y pienso
precozmente en la irresponsabilidad de mis padres de meterme en un antro así.
Irresponsabilidad que hoy agradezco enormemente. Recuerdo las risas, los cantos
que provienen de arriba y abajo de un escenario improvisado, y se confunden,
desentonando de una forma hermosa.
Cada zamba es como un mundo, cada mundo es como
una de esas zambas. Soy muy chico para darme cuenta de esto. En ese momento
también lo era.
Vuelan puteadas, risas y empanadas ya frías.
El ambiente contagia y envuelve, aunque uno no lo quiera. De repente, silencio.
Cual película barata yanqui, todos miran hacia el fondo. Con mi metro y
monedas, llego a ver una figura, una sombra, una idea. Todos le abren el paso,
lo miran con respeto y miedo. Era Él.
Con el tiempo, la mala memoria y la
imaginación, tendemos a idealizar las cosas, pero no miento cuando digo que
medía cerca de tres metros y pesaba alrededor de quinientos kilos. Negro como
la noche y feo como un lunes, caminaba en cámara lenta y cada paso que daba era
como un escopetazo. Tenía más cicatrices que cara y respiraba como un auto que
necesitaba urgente un cambio de aceite. Le arrancó la guitarra de un tirón a un
viejito que por poco suplicó por su vida. Recuerdo pensar con mi mente infantil
"éste nos mata a guitarrazos a todos".
Se sentó en una silla que pareció emitir un
grito de ayuda. Nos miró a todos con cara de malos vecinos y empezó a tocar.
Como todos suponen a esta altura, su voz era
angelical. De una entonación y dulzura excelsas, pero cargado de sentimiento y
expresión. Cantaba como si fuera la última vez que iba a cantar, y quizás,
pienso hoy, lo era. La canción era "Todo cambia", una melodía popular
escrita por un chileno que Mercedes Sosa inmortalizó. La letra, melancólica y
cargada de sabiduría, invadió el lugar. Ya nadie reía. Nadie quería reír. Todos
miraban a ese gigante que decía temblando (pero a tono) "cambia lo
superficial, cambia también lo profundo".
Terminó la canción. Se calló la guitarra, y se
cayó el mundo. El silencio era insoportable. Yo miraba para todos lados, las
caras, todas apuntaban al gigante. Lo miré y noté algo raro. Había algo que no
cuadraba en toda esa escena, un error, un punto flojo.
El gigante lloraba. Desconsoladamente lloraba.
Hoy pienso que en ese momento estuve cara a cara frente a la sabiduría, el
amor, la esencia humana, todo junto. Obviamente era un nene de ocho años, y lo
único que veía era un ridículo enorme llorando.
Si existe una canción, si existe un tema que
unifica la verdad irreductible del universo, es ésa. Todo cambia, siempre
cambió, y siempre cambiará. Cambia el semblante de un gigante cuando se
encuentra con la música, cambia el aire con una zamba, cambia una noche con el
vino y cambia una vida con un llanto.
El gigante se secó las lágrimas como pudo. Se
bajó lentamente del escenario. Miró la guitarra y miró al viejo al que se la
había arrebatado. Se la devolvió con mucha dulzura mientras le decía "¿se
da cuenta lo que tengo que hacer para que me tengan respeto?".
Porque todo cambia, menos el amor por aquellas
pequeñas cosas que hablan de nosotros, que narran lo que somos y lo que nunca
fuimos. Pero cambia la forma en la que nos narramos, cambia las palabras que
nos conforman. Cambia mi recuerdo de esa noche, que por el vino y las zambas,
ya voy olvidando.